Quemar las naves, atravesar el río Rubicón y cruzar los Andes son tres versiones de un mismo arrojo sin matices. Pero si Hernán Cortés y Julio César tomaron sus respectivas decisiones drásticas en el afán de conquistar México y las Galias, José Francisco de San Martín se internó en la cordillera para libertar Sudamérica. Esa epopeya en el macizo montañoso de apariencia impenetrable coloca al general al mismo nivel de estrategas militares como Napoleón Bonaparte y Aníbal de Cartago, mas para buscarle semejantes en la lucha contra la opresión tal vez haya que visitar el pasado reciente, y evocar las gestas de Martin Luther King y Nelson Mandela.
La contribución del Libertador a los valores de la civilización es tan imponente como los picos nevados que lo vieron pasar junto al Ejército de los Andes, allá por 1817. Eso sólo se comprende allí, remontando uno de los senderos que conectan Argentina con Chile y viceversa. Si a comienzos del siglo XIX aquella travesía fue un imperativo de la guerra por la independencia, a comienzos del siglo XXI resulta una experiencia de reconciliación con los ideales revolucionarios que forjaron esta nación. Con su magnitud inalcanzable, la cordillera facilita el retiro espiritual: en ese entorno brillan las virtudes de San Martín, que bebió el vino de la gloria sin caer en la embriaguez de la victoria; que dio un paso al costado cuando Simón Bolívar le anunció que no había sitio suficiente para ambos; que adelantándose a la jaculatoria del Martín Fierro (“los hermanos sean unidos”...) se rehusó a pelear contra sus conciudadanos, y que murió modestamente en una habitación alquilada de Boulogne-sur-Mer.
Una certeza
Los hombres y mujeres no son bajos ni altos: tienen la estatura de sus sueños. Pensamientos de esa clase emergen a la vista del Manzano Histórico, punto de inicio de la última travesía sanmartiniana organizada por la Confederación Argentina de la Mediana Empresa (CAME) con el auspicio de la Provincia de Mendoza y del Instituto Asegurador Mercantil, entre otras instituciones (la Federación Económica de Tucumán hizo las veces de contraparte local). Para corroborar que un árbol contiene los misterios del universo, la tradición asigna al ejemplar venerado en Tunuyán la condición de retoño de aquel frutal que dio sombra a San Martín y a su ahijado, el coronel Manuel de Olazábal, en 1823, luego que el general cruzara por octava y última vez los Andes tras libertar el cono sur. “La conciencia es el mejor juez que tiene un hombre de bien”, dice el mármol ubicado “a los pies” del manzano.
El creador de los Granaderos vuelve a su tierra por el paso de El Portillo-Piuquenes, vía que une a la localidad mendocina de Tunuyán, en el Valle de Uco, con el pueblo chileno de San Gabriel. Esta fue una de las seis rutas que usaron en forma concomitante las fuerzas de San Martín para invadir a los realistas encabezados por el gobernador Francisco Casimiro Marcó del Pont, que controlaban Santiago luego del llamado Desastre de Rancagua (1814). Con los zigzagueos y recodos que demanda la geografía, la travesía andina por este paso comprende más de 60 kilómetros, según Marcelo Flores, operador responsable de la expedición de CAME.
A comienzos de 1817 y procedente del fuerte de San Carlos, un destacamento reducido al mando del capitán José León Lemos penetra por El Portillo-Piuquenes con la misión de distraer y sorprender a los soldados de la Corona de España que, desorientados por los ardides de espionaje y contraespionaje de San Martín, aguardan -sin saberlo- la derrota al otro lado de la cordillera (el general pasa por Los Patos-El Espinacito, junto con Bernardo O’Higgins y Miguel Estanislao Soler). A comienzos de 2015 hace lo propio un contingente de sesenta y tantos miembros formado por pequeños y medianos empresarios de todo el país; dirigentes del gremio; técnicos; periodistas; soldados del Ejército Argentino, personal de apoyo -incluido un médico y un payador- e invitados especiales como el historiador Alberto Piattelli. Cuatro mujeres rompen la hegemonía masculina en un proyecto cuya ejecución total supone $ 1,2 millón. José Bereciartúa, secretario general de la CAME y promotor de las cinco expediciones sanmartinianas que concretó esa entidad desde 2011 (por San Juan, La Rioja y Mendoza), recibe al grupo con este vaticinio: “tengan la certeza de que no volverán a ser los mismos después de cruzar los Andes”.
El abismo al acecho
La profecía de Bereciartúa comienza a cumplirse en el refugio Alférez Portinari, donde la banda toca a tambor batiente la marcha de San Lorenzo mientras los expedicionarios se arriman por primera vez con los caballos y baquianos que los conducirán a Chile. Hay que salirse de esa escena caótica para observar cómo las nubes se apoderan y repliegan del firmamento en un preludio honesto del clima cambiante y violento que caracteriza a la cordillera. Al final, sale el sol, y el grupo se estrena en una marcha de cuatro noches (dos en vivac y dos en refugio) y cinco días: a esa altura y por suerte, el teléfono celular pierde la señal.
La tropilla avanza al ritmo del jinete más lento, y paulatinamente van apareciendo los primeros arroyos y trepadas. En una de esas se abre el camino y los Andes revelan su magnificencia de roca erosionada e inaccesible: es un espacio real o imaginario donde la vista rebota contra laderas multicolores que cierran el horizonte. A 3.200 metros sobre el nivel del mar, en el refugio Scaravelli, se presenta el frío nocturno y, como si nada, empuja el termómetro a los 8 o 10 grados bajo cero.
Pero recién durante la jornada siguiente será posible observar, dimensionar y palpar en carne propia los rigores cordilleranos. En un viaje de ocho horas, con senda mitad cuesta arriba y mitad cuesta abajo, el caballo jadea y tiembla, y el abismo lo acecha. A lo lejos y cada vez con mayor nitidez se adivina El Portillo, que es un hueco en la cumbre a 4.300 metros sobre el nivel del mar, todo él piedra y solemnidad. Allí se encontraron San Martín y Olazábal tras la campaña libertadora y allí todavía vibra la historia con una postal de variaciones de ocre sobre fondo azul. Y en esa abra se encarama el viento como si añorase las banderas poéticas del Ejército de los Andes.
Borges y las estrellas
Las ráfagas levantan tierra y el sendero se convierte en un polvaredal. A lo lejos, la fila india de caballos con poncho y sombrero remite a una columna de beduinos en el Sahara. El desierto es otra faceta de los Andes: por momentos, el aire se antoja irrespirable. Pero el equino que hizo la patria, como recuerda Gonzalo Leiva, el cantor popular de la expedición, no se amedrenta y prosigue su camino hasta el refugio Real de la Cruz, especie de oasis enclavado a la vera del río Tunuyán. En esa casa de dos pisos construida quién sabe cómo en la década de 1940 -y por instrucción de Juan Domingo Perón- esperan un baño de agua caliente y una carne a la olla reparadores. Dos días en ese paraíso hogareño terminan de cambiar la perspectiva sobre la hazaña sanmartiniana: los casi 5.000 combatientes cargados de artillería cruzaron la cordillera con calzados y vestidos precarios; una remuneración simbólica y las inquietudes propias de la guerra inminente. Esas carencias fueron compensadas por abundante fe en el líder y en su convencimiento de que no habría libertad presente ni futura si la tropa no intentaba la osadía andina.
La reflexión sobre esos actos de heroísmo desemboca en un estado de paz que llega al clímax durante el desplazamiento hacia el campamento de El Caletón. Llueve pero da igual: unas cuevas espontáneas proporcionan techo hasta que escampa. Mientras toma cuerpo el guiso de lentejas, el cielo enciende sus velas galácticas. Las estrellas lejanas y antiguas ofrecen un espectáculo relampagueante, y la noche parece que recita estos versos de Jorge Luis Borges: “el humo desdibuja gris las constelaciones remotas/ Lo inmediato pierde prehistoria y nombre/ El mundo es unas cuantas imprecisiones/ el río, el primer río. El hombre, el primer hombre”.
Amanece y la comitiva pone rumbo a Los Piuquenes después de preparar mulas y caballos “perseguidos por el puma”, como informa el soldado arriero Roque Uvilla. Antes, ese mismo conocedor de los Andes había sorprendido al grupo describiendo el esforzado arreo de las bestias cargueras por el paso recién nevado. “Trabajo duro para ascender... Nosotros nos quejamos siempre y por todo porque somos argentinos”, había concluido Uvilla, con la sencillez implacable de una sabiduría adquirida en el roce con la montaña.
Con conciencia, entonces, del privilegio de atravesar la columna vertebral de América como antes lo había hecho San Martín, y tras tres horas más de cabalgata y secarral, aparece la abra de Los Piuquenes y el hito fronterizo. Adelante está Chile, atrás, Argentina. ¿Hay convención más arbitraria que un límite internacional? Pero el ímpetu racional es desalojado por la emoción que despierta esa cornisa que, para confirmar la teoría cartográfica, de repente se llena de tonadas “yilenas”. Y en aquel mojón comienza la película mental en la que se entremezclan un escenario de montañas soberbias con los recuerdos sagrados: el himno; los afectos ausentes; los instantes sublimes de la infancia, y las batallas ganadas, perdidas y empatadas. Inexorablemente el repaso termina en el presente y sus desafíos.
Cambio de caballos mediante -como manda la restricción fitosanitaria-, el grupo emprende la bajada hacia San Gabriel. El descenso es más arduo que el ascenso y se siente en las rodillas. Ese dolor sabe a despedida: cada paso del animal aleja a los Andes y a su frío perenne. El llano intercepta al grupo al atardecer, justo para acentuar los contornos de la cordillera. Es un final inmaculado para la evocación de la utopía sanmartiniana, que ocurrió una vez quizá para demostrar que puede volver a ocurrir, siempre y cuando esté inspirada por una causa tan noble y poderosa como la libertad.